Galería de creadores: El río de la Plata

Es una mañana clara en Piriápolis, un pueblecito costero del sur de Uruguay, muy cerca de Montevideo. Un vientecillo fresco y persistente preludia la entrada del otoño. Hace días que ya no se oye la algarabía y el ajetreo de los turistas en sus playas donde ahora, por fin, reina de nuevo la calma y se percibe con claridad el manso chapoteo de las olas, que, antes de desaparecer absorbidas por esa arena fina y compacta, dejan tras de sí interminables regueros burbujeantes y efímeros. Y Gregorio como cada mañana inicia su caminata por el paseo marítimo, que recorre sus playas desde el balneario, un decadente pero todavía cuidado edificio de finales del siglo XIX, hasta los límites del pueblo, en su parte oeste, allá donde la llanura uruguaya, plagada de pequeñas dunas y lagunas, prosigue su extensión.

Es este un ejercicio que a Gregorio le relaja y le distrae, y al que a estas alturas ya no sabría renunciar, aunque, al principio, cuando el médico se lo prescribió, le pareció una idea descabellada para gentes que, como él, el trabajo ocupa todas las horas del día. Pues a sus setenta y tantos años, Gregorio, cabellos blancos, alto, con los hombros un poco caídos, aún conserva cierta energía y la viveza de sus ojos claros.

El hotel que regenta, situado en medio del paseo, no le roba todo su tiempo como antes. Es un hotel familiar, de tres plantas, adornado en su fachada por un sinfín de banderas de distintos países, entre las que destaca la ikurriña: verde, blanco y rojo al aire uruguayo. Su nombre, hotel Mundaka. Es un negocio que le da para vivir bien, sin lujos pero sin quebraderos de cabeza y, además, da trabajo a cuatro empleados, quienes se ocupan realmente de su buena marcha.

Gregorio hace siempre el mismo recorrido: desde el balneario y, a un ritmo pausado que no lento, camina sintiendo la brisa del mar y el sonido del oleaje, atento a todo lo que sucede a su alrededor. Al final del paseo, Gregorio se detiene y, sentado en uno de los bancos, contempla cómo los ríos Uruguay y Paraná unen sus cauces en un enorme mar de aguas terrosas, mansas, que, vencidas ya por su largo discurrir, se unen, confunden y mueren en el Atlántico. Es el río de la Plata, mitad río, mitad mar, que hace tantos años que ni recuerda cuántos remontó camino de Montevideo en el barco que le trajo desde su tierra vasca. Se ve joven, delgado, el rostro tenso, las manos en los bolsillos de la chaqueta con los puños apretados, al lado del capitán como un niño que, aterrado y atraído al mismo tiempo por lo desconocido, se ve imposibilitado de dejar la protección que le ofrece su padre, aferrado a su mano sin intención alguna de soltarla. La voz del capitán aún resuena en sus oídos y el palmoteo apaciguador en su hombro: “¡Vamos muchacho, que el nuevo mundo te espera!”. Sintió entonces que la determinación y las fuerzas para mejorar su vida que había creído tan firmes le abandonaban. Allá lejos quedaban su tierra, la familia, los amigos y sobre todo, Carmen, la novia. Aún notaba el fuerte sabor del gato, que por conejo, había cenado la noche de despedida con los amigos. Sus risas y alegría, punteadas de melancolía, y sus brindis. “¡Por Gregorio, que volverá hecho un ricachón! ¡que tiemblen las indias, que ahí va nuestro campeón! ¡qué suerte la tuya, cabrón!” Aún tenía clavada en la retina la mirada triste y abatida de su madre, de Miren y Carmelo, sus hermanos. Y por encima de todo, el dolor esperanzado de los ojos de Carmen: “Sí, Gregorio, te esperaré”.

Y Gregorio sigue mirando absorto el vaivén de ese mar y el lento navegar de los barcos que lo surcan quizá hacia Montevideo, quizá hacia Buenos Aires. Quién lo sabe. Y a su mente vuelven, como un torrente, los duros tiempos de sus primeros años en esta tierra. La vida áspera y solitaria que pasó en el rancho como pastor. El trabajo agotador como estibador del puerto, que ni tiempo tenía para recuperar las fuerzas para el día siguiente. El desgraciado accidente, cuando un enorme contenedor de bidones de petróleo volcó llevándose por delante a unos cuantos trabajadores. Dos murieron, los demás y, entre ellos él, quedaron imposibilitados para ese trabajo. Con dos vértebras destrozadas, Gregorio veía acabado su sueño de conseguir dinero suficiente para volver a su tierra y casarse con Carmen. Pero qué cosas tiene la vida, piensa Gregorio, a veces de lo malo surge algo bueno. Pues su vida de emigrado mejoró a partir de ese momento: de aprendiz de cocinero en un restaurante de la capital a un jugoso contrato como cocinero jefe en el balneario de Piriápolis. Era joven sí, pero cuánto trabajo, qué poco tiempo para la diversión, qué pocos amigos, emigrados como él, con los que relacionarse y cuánto pensar en el regreso.

Le despierta de su ensimismamiento el desagradable graznar de las gaviotas en persecución de unas pequeñas barcas de pesca que vuelven a puerto. Mira el reloj y ve que es ya la hora de la comida, y se encamina al hotel.

Al entrar en él se fija en tres jóvenes en atuendo de turistas, mochila al hombro, charlando animadamente con Mario, el recepcionista. Están pasando sus últimos días de vacaciones antes de regresar a España. Dos de ellas hablan con marcado acento vasco.

Gregorio ya no puede contenerse por más tiempo.

-¡Egunon, chicas! ¡Bienvenidas a mi hotel!

Les estrecha las manos calurosamente y pregunta con una mirada pícara:

-¡Anda! ¿no seréis de Bermeo, pues?
-No- le responde una de ellas- de Durango.

Gregorio se lanza a hablar en vasco, ansioso por saber noticias de su tierra, pues hace ya mucho tiempo que no sabe nada. Les explica, excitado, que sólo practica el euskera con algún que otro amigo, que todavía le queda, pero que se le está casi olvidando. Y pasa al castellano para convencerles que allí  estarán mejor que nadie. Y para que no quede duda de sus palabras, trae del armario de la entrada unas botellas de vino que regala a las chicas para desearles un buen inicio de su estancia en el pueblo.
-Eso sí, tenéis que prometerme que, después de cenar, pasaréis a tomar conmigo unos vinos. Que me tenéis que poner al día, pues a los viejos como yo sólo nos quedan paseos y, de vez en cuando, algunas buenas charletas.

Viendo la cara de ilusión de Gregorio son incapaces de decirle que no. Y por curiosidad y por el mero placer de la conversación, que se acrecienta cada noche, entablan, después de la cena y en el saloncito del hotel, animadas charlas con ese anciano de aspecto aún saludable y de mirada viva.

Gregorio les cuenta sus andanzas por tierras uruguayas con gracia y soltura. De Isabel, su mujer, de la que enviudó hace algunos años y de Mikel, su hijo, médico en Montevideo. Del esfuerzo que le costó convertir una pequeña fonda, propiedad de la familia de su mujer, en un hotel de categoría como era ahora. De los pocos amigos que ya le quedan vivos, vascos como él, y de cómo todavía siguen practicando la buena costumbre de hacer, algunos domingos, una buena comida donde, al final, siempre terminan cantando sus canciones y llorando por lo que dejaron atrás.

-¿Y tú, Gregorio, no has regresado nunca a tu pueblo desde entonces?- le preguntan.

Gregorio bebe un largo trago de vino y su mirada se oscurece. Las jóvenes respetan durante unos instantes ese momento de silencio.

-Sí, cuando cumplí los cuarenta y logré reunir una buena cantidad de dinero para ver cumplir mis sueños: volver a casa y reencontrarme con Carmen.

-Cuéntanos, Gregorio, ¿qué pasó a tu regreso?

Las mira de nuevo, como si volviera de un largo viaje, y se prepara para contarles aquello que nunca confesó a nadie.

. . . . .. . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . .

Era finales de mayo y por fin había conseguido reunir el dinero suficiente para regresar a mi tierra. Me despedí del balneario no sin pena, porque estos últimos años habían sido los más tranquilos y productivos desde que había llegado a Uruguay. Me miré al espejo: las canas ya hacía tiempo que habían hecho su aparición y el bigotito, que siguiendo la moda me había dejado, me daba un aire reconcentrado y serio. “¡Dios mío! ¿cómo han pasado tan rápido estos veinte años?”, pensé, “seguro que cuando llegue a casa, nadie me reconocerá”. Y por primera vez  me di cuenta de la razón del tango: “que es un soplo la vida y veinte años no son nada”. Pero aún me quedaba la ilusión de cumplir mis sueños: construir mi propio caserío y, sobre todo, casarme con Carmen.

Compré el pasaje para un barco que partía de Buenos Aires a principios de junio. La travesía duró una semana en un mar sin muchas complicaciones meteorológicas. No así mi cabeza, que no paraba de recordar el pasado: mi familia, mis amigos y en especial a Carmen. Hacía ya tiempo que no tenía noticias suyas, pero en mi mente seguía grabada, indiferente al tiempo, la mirada de sus ojos castaños y su sonrisa, que dejaba entrever una hilera de dientes blanquísimos y espaciados.

Cada noche de aquella travesía venía a mí, como una amante fiel, el recuerdo de la primera vez que la vi. Eran las fiestas del pueblo y toda mi cuadrilla celebrábamos en las mesas de nuestro bar de siempre, que daban a la plaza, mi victoria como pelotari aquella misma tarde. Había sido una proeza ganar al mejor jugador de pelota de Lekeitio. Yo tampoco me lo podía creer, pero así había sucedido. Estaba como en una nube: borracho no sólo de vino sino del orgullo de sentirme el protagonista de mi cuadrilla y de mi pueblo.

La banda de música tocaba pasodobles y la plaza estaba a rebosar de gente que bailaba o que, sentada en los bancos, criticaba, sin disimulo alguno, lo que ocurría en ella. Al lado del quiosco, un grupo de muchachas contemplaba el baile de las parejas riendo sin ton ni son. Menos una de ellas: alta, delgada, morena, de cabellos rizados, libres a la fría brisa de la noche. Parecía estar a mucha distancia de la fiesta. La miré fijamente y de pronto ella volvió la cabeza y me sonrió. Yo sentí que mis pies perdían su fijeza. Todo quedó en silencio a mi alrededor: ni la charla dispersa de mis amigos, ni la música ni el jaleo de la plaza llegaban a mis sentidos. El tiempo pareció suspenderse en un instante.

¬-Gregorio, ¿qué oyes?- me decía Mikel – Estás atontado. Te estamos hablando y no nos respondes.
-Será que el vino te está sentando mal- añadíó Joseba – Estás blanco como la leche.
-Parece que hayas visto un fantasma. ¡Espabila, hombre!, que la noche es larga y aún tenemos botellas de vino para celebrar tu victoria – chillaba a voz en grito Jon, mientras se marcaba él solito unos pases de baile.

Yo sólo tenía ojos para Carmen y sentía que ella lo sabía, pues, de vez en cuando, me miraba de reojo, rodeada de sus amigas que parloteaban excitadísimas y movían sus manos con un ritmo frenético al compás de sus palabras. Recuerdo que tardé varias semanas en saber quién era y dónde vivía. Y otras tantas en abordarla por primera vez a la salida de la iglesia un domingo por la tarde.

El viaje llegó a su fin y en una mañana despejada pero fría desembarqué, tras tantos años de ausencia, en Bilbao. Y de nuevo me encontré recorriendo las calles de mi pueblo. Lo primero que hice fue dirigirme al caserío. Sabía por las últimas cartas que Miren, mi hermana, ya no vivía allí, que se había marchado a Bilbao donde se había colocado de criada. Pero tenía ganas de abrazar a mi madre y a Carmelo, mi hermano. El caserío y las tierras que lo rodeaban seguían tal y como los recordaba, pero mucho más cuidados. Llamé a la puerta y salió Carmelo. Lo dejé hecho un chiquillo y ante mí tenía ya un hombre fuerte y en la plenitud de la vida.

-Carmelo, ¿no me conoces?
No respondió enseguida.
-¿Gregorio?…¡Gregorio, hombre, nada sabíamos de tu regreso! ¡Qué cambiado estás!
Nos abrazamos.
-¿Y amá? ¿cómo está? Quiero verla.

Carmelo me miró con tristeza y me contó que aquella primavera tan lluviosa había podido con la salud, siempre tan débil desde hacía tiempo, de amá. Carmelo no vivía solo, se había casado hacía poco y su mujer, Adela, estaba esperando su primer hijo. Se notaba que estaban bien compenetrados y que tenían puestas todas sus energías en mantener en pie el caserío. Le pregunté por Miren, por mis amigos y en especial por Carmen. “Veinte años son muchos años, Gregorio. Todo ha cambiado. Ya lo irás viendo por ti mismo. Jon y Mikel marcharon a California a trabajar en un rancho. Joseba murió hace un par de años. Y del resto, no sé, marcharon también del pueblo”. De Carmen nada me respondió, sólo que creía que vivía todavía allí.

Días más tarde me acerqué a Txomin, el bar donde solíamos parar la cuadrilla. José, su dueño  en aquellos tiempos, ya no estaba. En su lugar, un andaluz un tanto áspero me sirvió una caña. No reconocía ya el local ni a las gentes que lo abarrotaban. Me eran extraños: ellos, su charla, sus risas…Pero no perdí la esperanza de encontrar a Carmen y hacia su casa me dirigí.

Al cruzar la plaza me fijé en la algarabía que formaba una pandilla de chavales jugando al fútbol. No había nadie más en la plaza salvo una mujer con el cabello recogido, que, sentada en un banco cerca del quiosco, los miraba ensimismada.  De repente se volvió y me miró. Sentí que mis pies perdían su fijeza. Todo quedó en silencio a mi alrededor. Y el tiempo, otra vez, pareció suspenderse en un instante. Ninguno de los dos nos movimos, ninguno de los dos dijimos nada.

Un hombre en mono azul de mecánico se acercó a ella, la besó y dirigiéndose a uno de los muchachos que jugaba al fútbol en la plaza le gritó:

-Gregorio, ¿qué oyes? A casa en cinco minutos, que la comida no espera.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Es un día totalmente otoñal en Piriápolis: el viento sopla fuerte del norte formando grandes olas, que se derrumban estrepitosamente en las playas. Enormes nubes plomizas delimitan el horizonte y las gaviotas, expectantes, permanecen inmóviles en los espigones percibiendo la pronta aparición de la tormenta.

Gregorio, de pie a las puertas de su hotel, despide a sus turistas. Mientras las ve marchar, enfundadas en amplios chubasqueros y con la mochila al hombro, por fin de regreso a casa, no puede reprimir las lágrimas. Y, reconcentrado, decide dar su paseo diario apoyado, esta vez, en un robusto paraguas negro.

Al llegar a su banco preferido, se detiene y contempla, extasiado, cómo las aguas, ahora furiosas, del río de la Plata se encaminan al Atlántico. Siente el fuerte viento azotándolo sin tregua, el estruendo colérico del oleaje rompiendo en derredor, las amenazadoras nubes descargando su pesada carga, el griterío absurdo de las gaviotas sobrevolando el mar.

Y comprende con rotunda claridad que él es ese río de la Plata. Mitad río, mitad mar. Lo que quiso ser y lo que terminó siendo, abocados irremediablemente a la vastedad del océano.

Ana Bleda
Alumna del Curso de Narrativa Avanzado

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