¿Seré surrealista?

En una época en que proliferan los libros largos, de casi mil páginas, o las sagas que no terminan nunca, a pesar de que algunos personajes ya podrían jubilarse, me encuentro cada vez con menos gente que -como yo- no disfruta de las descripciones. Aclaro: de las descripciones que no aportan nada o me obligan a recortar la posibilidad de imaginar a los protagonistas a mi antojo. La lectura, ante todo, es una invitación a la libertad; a la libertad de imaginar, y comprender sentidos, intenciones, historias, terminando de interpretarlas desde nuestro punto de vista. Prefiero descubrir al personaje detrás de un gesto o acción, de su forma de expresarse o de su actitud frente a lo que lo rodea. Quizá esto haya pasado de moda en medio de tanta industria cultural que cada vez tiene más de industria que de cualquier otra cosa. Pero revisando una edición de la editorial Cátedra de Los Premios de Julio Cortázar (muy curiosa, con notas que explican a los que vienen de otros castellanos las referencias del habla del “porteño” de la década del 40), en el estudio preliminar me reencontré con el texto del Manifiesto Surrealista de André Breton, que en 1924 decía:

“Si reconocemos que el estilo pura y simplemente informativo, del que la frase antes citada constituye un ejemplo, es casi exclusivo patrimonio de la novela, será preciso reconocer también que sus autores no son excesivamente ambiciosos. El carácter circunstanciado, inútilmente particularista de cada una de sus observaciones me induce a sospechar que tan sólo pretenden divertirse a mis expensas. No me permiten tener siquiera la menor duda acerca de los personajes: ¿será este personaje rubio o moreno? ¿Cómo se llamará? ¿Le conoceremos en verano…? Todas estas interrogantes quedan resueltas de una vez para siempre, a la buena de Dios; no me queda más libertad que la de cerrar el libro, de lo cual no suelo privarme tan pronto llego a la primera página de la obra, más o menos. ¡Y las descripciones! No hay nada comparable a su nulidad; no son más que superposiciones de imágenes de catálogo, de las que el autor se sirve sin limitación alguna, y aprovecha la ocasión para poner bajo mi vista sus tarjetas postales, buscando que juntamente con él fije mi atención en los lugares comunes que me ofrece (…)”

Pensé que Breton me entendía. Y que era un verdadero visionario (extraños puntos de encuentro entre la novela del siglo XIX y algunos libros del siglo XXI). De repente, profundamente conmovida por saberme comprendida, dejé de sentirme antigua o incluso “pasada de moda”. Simplemente, debo ser surrealista.

// Gabriela Pedranti es profesora del Taller “Entre el cuento y la novela” del Laboratorio de Escritura.

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