Galería de creadores: Viaje por la eternidad

VIAJE POR LA ETERNIDAD
Adolfo García Sánchez
Alumno del curso de Narrativa 2

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Llegamos a la ciudad el viernes cuando ya había anochecido, probamos un par de hoteles antes de encontrar el que teníamos reservado, era como los demás, grande, lujoso, con casino y piscina. La habitación podía ser también como todas, dos camas dobles, en un piso alto y muchas luces a lo lejos.

Deshicimos rápido las maletas, las chicas venían mejor preparadas para una noche en Vegas, así era como lo decían ellas. Sarah llevaba vestido de noche de verano con sandalias altas de preciosas uñas rojas y Dina vaqueros estirados, mirada glacial y tacones de estrella de cine. David y yo llevábamos mucho tiempo fuera de casa, ninguno de los dos habíamos pensado que nuestra estancia en la ciudad casino iba a ser así, sólo pudimos ponernos una camiseta y zapatillas.

Sarah vivía en Los Angeles, Dina estaba de visita cuando las conocimos ese mismo jueves. Eran divertidas e imprevisibles, en uno de sus ataques de vitalidad se ofrecieron a llevarnos a Las Vegas. Nos advirtieron que no buscásemos explicación a todo lo que pudiera suceder durante un fin de semana en Vegas. No entendí muy bien por qué lo decían, hablaron de las luces de la noche eterna y vivir otras vidas.

Salimos del hotel pasada la medianoche, los contactos invisibles de Dina nos tendieron la alfombra roja de la ciudad, entramos directamente en un pastel de Nochevieja enorme. Esmóquines, lentejuelas y gritos se agolpaban alrededor de un estanque encerrado en una burbuja de luces. Abundante tequila mejicano nos quemó la garganta, las hormiguitas blancas que suben por la nariz y se acumulan en el paladar se apoderaron de nuestra conciencia. La noche empezaba a engullirnos, sin darme cuenta, abandoné mi cuerpo, no sé dónde estuve ni por cuánto tiempo, desaparecí. Sólo recuerdo luces lejanas y mucha velocidad.

Cuando volví estaba desorientado, iba corriendo por un parking desierto en medio de la ciudad. Iba detrás de uno de esos discos de playa fosforescente que me había lanzado David, las chicas montaban descalzas en un patinete. Un tipo que no conocía de nada sacó del coche dos guantes de béisbol y un bate, jugamos un poco y enseguida empezamos a sudar. Entramos en el coche y paseamos muy despacio, con las ventanillas abiertas, sintiendo la suavidad del aire.

El coche siguió su camino hacia uno de esos sitios en los que las chicas, a esas horas, ya no cobran por bailar. El tipo del aparcamiento estuvo con nosotros el resto de la noche, sólo recuerdo su flequillo y que llevaba una camiseta sin mangas. Podía ser el chófer de uno de los dueños invisibles de la ciudad puesto a nuestro servicio, o era un sueño y no habíamos salido de Los Angeles. No me preocupé demasiado, abracé a una de las chicas y disfruté de la brisa que arrastraba nuestro barco por la noche eterna.

El nuevo local era amplio y de paredes limpias, con espejos grandes por todos lados que te confundían de barra, había muchas chicas cansadas que sólo querían bailar un poco antes de irse a dormir. El tipo del flequillo iba y venía con bebidas, nosotros exploramos los espejos hasta acomodarnos. La música me incitaba a abandonar mi cuerpo y volví a hacerlo, esta vez no desaparecí, me quedé observando detrás de uno de los espejos donde no se oía la música.

Estaba bailando con Dina cuando me evaporé, mi cuerpo se quedó moviéndose al ritmo de su cuerpo mientras yo los miraba. El ritmo era distinto al del resto de la pista, nosotros íbamos un poco más despacio. Sus ojos glaciares estaban cerrados y su cuerpo serpenteaba, me acompasé rozando sus caderas, a pesar de los tacones su nuca quedaba a la altura de mi pecho y su pelo me acariciaba los labios. Desde dentro del espejo noté la atracción de los dos cuerpos hacia una substancia primitiva y eterna, vi electricidad y fusión de besos. En ese momento recuperé mi cuerpo y ella abrió los ojos.

Busqué a David, estaba escondido con Sarah entre los espejos, se balanceaban tranquilamente sin música. Nuestro chófer se movía rápido en todas direcciones, como si de él dependiera el ruido del local. Las chicas cansadas bailaban cada una su propia música, podían haber abandonado su cuerpo, aunque no había nadie más detrás de los espejos. No estábamos cansados pero no podíamos quedarnos más tiempo, ya tenía que estar amaneciendo.

Salimos a la calle, las luces brillantes tapaban la oscuridad pero seguía siendo de noche. No le dimos importancia, las chicas reían despreocupadas, pusimos rumbo al hotel. De vuelta en nuestra habitación cerramos las cortinas para olvidarnos de las luces, pedimos caipiriñas y nos dejamos seducir por luminosos ritmos brasileños de sol y playa. Sarah acarició a David con sus uñas ya desnudas. Dina cerró los ojos, le pedí que no se quitara los tacones.

Me evaporé al son de la bossa nova, aparecí sobre una mujer de piel mulata y ojos muy oscuros, estaba boca abajo, apoyada sobre las palmas de sus manos y rodillas, mientras yo, agarrado a sus glúteos, entraba y salía de sus firmes muslos de miel. La habitación estaba tapizada con espejos verdes, en el cabecero de la cama vi el reflejo de nuestras caras, la mía encima de la suya, que me sonreía. La eyaculación me devolvió a mi cuerpo que se doblaba mansamente sobre Dina.

Tardé en conciliar el sueño, Dina se durmió enseguida tratando de abrazarme. Me desperté con sus ojos de hielo mirándome, sabía que no había estado allí toda la noche pero no le importaba. Sarah amaneció escondida en el cuarto de baño, cuando vuelven sus miedos de la infancia sólo se siente a salvo en una bañera vacía, la protege de los insectos que vienen a por ella. David dormía plácidamente, fue el último en despertar, no parecía haber viajado a ningún sitio.

Abrimos las cortinas, las luces seguían allí fuera, quizás con menos intensidad que el día anterior pero todavía era de noche. Las chicas calmaron nuestra angustia, todo aquello era normal en Vegas y no tiene explicación, sólo queda fundirse con la noche eterna. Nos apaciguaron con vodka, hielo y rodajas de limón, apagaron la música y nos llevaron a la atracción El río de la vida. Nos olvidamos de la noche y flotamos con ellas en el circuito cerrado del río. No teníamos que nadar, íbamos en dos salvavidas gigantes empujados arriba y abajo por la corriente.

Era muy placentero navegar ese río, nos movíamos despacio, sin hacer ningún esfuerzo, sin poder adelantar a nadie y sin que nadie pudiera adelantarnos. Volví a sentirme bien, abandoné de nuevo mi cuerpo y pude viajar. Aparecí en mi decimotercer cumpleaños, jugaba a tirar a Marta a la piscina. Éramos vecinos desde niños, no recuerdo su mirada pero me gustaba mucho. Cuando volví al flotador le conté a David las cosquillas que me provocaba jugar con Marta en el agua, le pareció muy divertido, él también había tenido esa sensación alguna vez.

Dejamos pasar el tiempo despreocupadamente hasta que la noche fue totalmente oscura. Las chicas se volvieron a vestir de Cenicientas ilusionadas por asistir al baile, una con las uñas más rojas y la otra con sus mismos tacones de estrella. Quisimos volver a vivir lo ya vivido, buscamos el bar de los espejos con las chicas cansadas pero no lo encontramos, había desaparecido. La inquietud de la noche nos volvía a invadir, quisimos escapar, en nuestra huída topamos con un circo que había en el vientre de uno de los hoteles casino. Entramos intentando pasar desapercibidos, nos sentamos arriba del todo, muy cerca del techo y de la pared.

El escenario era una piscina profunda, salían acróbatas saltando desde todos los ángulos, se hundían en la piscina y no volvían a salir. Sonaba la banda del circo y miles de payasos en bicicleta aparecían haciendo piruetas encima del agua. Cuando la música paraba, el escenario se apagaba y los payasos caían al suelo. Al volver las luces, ya no había payasos, el escenario estaba ocupado por hombres enormes y redondos que rodaban a toda velocidad sobre pies y manos. Tenían ocho extremidades, dos cabezas y dos sexos, rebotaban en las paredes y se convertían en acróbatas. Por cada gigante salían dos hombres, un hombre y una mujer o dos mujeres, que saltaban al agua desde todos los ángulos y el espectáculo volvía a comenzar.

Intenté explicarle a David que aquello, el espectáculo y todo lo que nos estaba pasando, tenía mucho que ver con la substancia primitiva y eterna en la que todos estamos encerrados y de la que no podemos escapar. Sus ojos me miraron como si yo fuera uno de los gigantes redondos del escenario, a punto de convertirme en acróbata. A nuestro lado, las chicas reían como si todo formara parte de una diversión ya preparada.

La angustia creciente me provocó un salto muy doloroso, creo que viajé al futuro, a lo que todavía no me había pasado pero ya existía. Estaba en un barco que subía y bajaba zarandeado por el mar encrespado, me abrazaba desencajado a un poste de la popa. Mi estómago apretó desde muy dentro, me deshizo y expulsó violentamente al mar todo mi interior. Tuve sólo un instante para ver los ojos verdes más profundos y luminosos que existen. Después regresé al vientre del casino, me apoyaba en los azulejos blancos del retrete y David me sujetaba.

Sin salir del interior del casino fuimos a las salas de juego donde seguía siendo de noche. Nos confesaron que en toda la ciudad es siempre de noche, ningún visitante ha visto jamás amanecer. Las tripas del casino se convirtieron en un laberinto morado de interminables máquinas de dinero, pantallas del azar y mesas de la suerte. Probamos fortuna en muchas de ellas, deseábamos olvidarnos de que existía el ayer y el mañana. Nos asfixiábamos, la noche entera se estaba espesando en el fluido eterno del que venimos, en el que estamos y en el que todos acabamos.

Luchamos contra la noche, entramos en el alma del casino más luminoso de la ciudad, el Venecia. Llegamos a la plaza de San Marcos, aliviados vimos que era de día y empezaba a oscurecer. El sonido de gaviotas nos apremió a comer en la misma plaza, pero nuestros estómagos se retorcieron y se rebelaron. Eso no era Venecia, el agua del canal no se movía, ni olía a mar sucio, no había gaviotas, ni aire, ni sol, todo eran sombras de cristal y cartón. David estaba pálido cuando salimos corriendo del hotel.

No podíamos permanecer allí más tiempo, la oscuridad nos estaba convirtiendo en noche. Olvidamos a las chicas y huimos hacia el lugar de donde viene el sol. Yo conducía, no hablamos en mucho rato, absortos en nuestros pensamientos, sin buscar explicación a lo vivido, pero con la certeza de que había que escapar.

David había recuperado el color pero estaba temblando, no le iba a creer, había abandonado su cuerpo y viajado a algún sitio desconocido. Se mareó en el circo cuando salieron los gigantes redondos, voló con ellos y me vio vomitando agarrado a la popa de un barco. No sabía dónde estaba el barco ni cómo había llegado allí, cuando intentó ayudarme se encontró de vuelta en el retrete del casino.

Claro que me creía, también había sentido la asfixia de la oscuridad, dónde más miedo había pasado fue en el hotel Venecia, desapareció en la plaza San Marcos y apareció en un hospital. Tenía el estómago recién operado, la herida no le dolía, tenía tubos conectados por todos lados. Al ir a preguntarle a la enfermera qué pasaba se encontró corriendo conmigo hacia el coche.

No nos tranquilizamos hasta que dejamos bien atrás la ciudad y llegaron los primeros indicios del día lejano. Paramos al final de una carretera, salimos del coche y nos tumbamos en el suelo de tierra dura a disfrutar el cielo callado y las gamas infinitas de naranja. Nos quedamos allí en silencio a comprobar que el sol seguía subiendo.

¿Qué ha pasado?, en eso estoy pensando, tumbado al lado del coche. No quiero una explicación, sólo recordar lo sucedido, jugar con la memoria y seleccionar los momentos que sobrevivirán al olvido. ¿Qué hacía en aquel barco? ¿quién es esa mulata que me miraba en el espejo? ¿es miedo o atracción por la oscuridad lo que he sentido? ¿he viajado por la eternidad? Me quedo dormido y sueño con los tacones de estrella de cine, la piscina de Marta y los ojos verdes que volveré a ver.

Me despierto con el sol mirándome desde arriba, es estupendo sentir la luz cegándome, la noche ha desaparecido. David está sentado en el capó del coche y observa como se difumina el horizonte. Me recuerda a un anuncio de tabaco, no se cuál. Señala una hilera de coches a lo lejos, vienen del otro lado, del extremo oscuro del horizonte. El tipo del flequillo me había hablado de un sitio dónde van todos los que escapan de la noche de la ciudad, seguro que se dirigen allí. Tendríamos que seguirlos.

– Vámonos o nos volverá a atrapar la noche.

David busca una emisora con música en la radio del coche. Sí, vamos detrás de aquellos coches, todos van al Gran Cañón.

El rojo domina en el paisaje, las montañas rotas del fondo, los surcos por donde baja el agua cuando llueve, la tierra plana alrededor de la carretera, incluso el río que atravesamos es rojizo. El infinito nos rodea, no hay vida por ningún sitio, ni siquiera el río parece albergar algún ser vivo, incluso insectos. Sólo veo algunas bolas secas de matojo, y tampoco se mueven. Subimos la música para ignorar el silencio y buscamos el refugio de la caravana de fugitivos. Los Beatles nos acompañan todo el camino, intentamos cantar sus canciones.

El infinito naranja se rasga, una herida verde en el vientre de la tierra lo atraviesa de repente. De esa grieta parece manar la vida alimentada por un río de sangre. Hemos llegado al destino de los que huyen de la oscuridad de la noche eterna.

Queremos bajar a la misma fuente de la vida, comprobar que es sólo agua, que la sangre es sólo un espejismo. Nos advierten, si llegas abajo no puedes volver, es el precio por tocar el principio de la vida. Algunos lo intentan, a mitad de camino desisten, suben con el rostro asfixiado, buscando aire pero aliviados por haber vuelto a escapar. El aire se espesa a cada paso que bajas hasta ser irrespirable, se hace tan denso que te absorbe, te convierte en la substancia eterna de la que todos venimos y en la que todos acabamos.

– Prefiero no bajar más, se ve el fondo y también el horizonte.

A David le parece bien, nos quedamos cerca de la superficie y del coche. Cada uno busca su sitio para contemplar el atardecer. Los naranjas se siguen oscureciendo en un silencio apaciguado, por fin llega la noche y no me siento amenazado por la oscuridad.

Conducimos por la noche, es sólo una noche más, no hay luces que intenten ocultarla. Los árboles vuelven a desaparecer, estamos de vuelta en el infinito de roca y arena por el que íbamos esta mañana. No encontramos ninguna emisora con música, sólo se sintonizan programas de habla gutural, susurrada, sin tonos agudos. Podría entrar en trance con estos cánticos de susurros guturales, y viajar a cualquier sitio del pasado o del futuro. Que sensación de estar en todos y en ningún sitio al mismo tiempo.

Esta vez no es una substancia, es una corriente etérea, una atmósfera de lugares y tiempo a la que pertenecemos. No quiero moverme, quiero vivir en esta suavidad que no voy a poder recordar.

VIAJE POR LA ETERNIDAD
Adolfo García Sánchez
Alumno del curso de Narrativa 2

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