Galería de creadores: Carta de revelación

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8 de marzo, Madrid

Estimado Mario: No deseo hacerte cómplice de este terrible acontecimiento ni cargarte a ti con esta cruz, pero entiende que a mis años sienta la imperiosa necesidad de confesar mis culpas. Tampoco pretendo que apruebes mi acción. Sé que nunca lo harías. Sólo quiero que seas conocedor del modo en que ejecuté una de las prácticas que pone de manifiesto lo más bajo de la condición humana. Lo que más me duele es que haciéndolo estoy poniendo en peligro nuestra amistad y aun siendo consciente de ello, sigo escribiendo estas líneas.

No espero que comprendas la demora de mi contestación a tu última carta y tampoco confío en recibir una respuesta. Me consuela el pensar que nuestra relación de amistad ha sobrevivido a baches más difíciles y que, aunque no hablemos ni nos veamos a menudo, puedo contar contigo cuando lo necesite. Sólo Dios sabe cuántas veces le he agradecido que cruzara nuestras vidas en aquel verano del 58. Cuántas veces, contemplando los astros desde mi buhardilla, he recordado el frescor de la brisa del mar y el tacto de la arena en mis manos durante las noches de aquel mes de agosto en la playa de la Concha. No había ninguna nube que enturbiara la clara oscuridad del firmamento eterno y las estrellas brillaban con todo su esplendor. Después de aquel tiempo, nunca volví a observar un cielo más hermoso. Cuántas veces me he refugiado en estos pensamientos para huir de frustraciones y desalientos.

Te escribo desde mi casa en Madrid. Hace unos minutos, María ha entrado en la habitación para traerme un vaso de leche con magdalenas. Siento que mis costumbres de viejo antojadizo y gruñón se refuerzan con el paso de los años y la maldita artrosis es la encargada de que caiga en la cuenta de que me encuentro en la antesala de la muerte. Ella, en cambio, conserva la vitalidad de la juventud y las mismas ganas de seguir que siempre. Lamento profundamente que tenga a su lado a un cadáver viviente y, sin embargo no soporto la idea de que se aleje de mí ni un solo instante.

Tengo en mi escritorio la placa que mis compañeros del Hospital me entregaron el año de mi jubilación. La conservo como una de las demostraciones de afecto más sinceras que he recibido nunca. Después de más de cuarenta años dedicados en cuerpo y alma a la medicina, sólo este obsequio me trae a la memoria algunas pocas historias que hoy me parecen insignificantes. Si pudiera regresar atrás en el tiempo, anotaría cada gesto y cada mirada de contento y agradecimiento de las personas a las que, de un modo u otro, ayudé o simplemente contribuí a alargar su paso por este mundo de miseria humana.  Hace unos días, cuando caminaba a paso lento por el Retiro y distraía mi mente observando a unas niñas jugar, alguien me tocó el hombro. Al girarme, vi a una mujer hermosa que tenía el rostro empapado en lágrimas. Quería agradecerme lo que hice por su marido un día. Cuando se alejaba de mí, me fijé en el movimiento de sus voluptuosas caderas y no dejé de impresionarme a mí mismo de su bella silueta. Sin embargo, fui incapaz de recordar lo que hice por su esposo un día. En cambio, aunque desearía borrarlo de mi memoria con todas mis fuerzas, sí podría describir paso a paso lo que ocurrió aquel 12 de abril de hace treinta y cinco años, fecha en que María se puso de parto.

El reloj del salón anunciaba las dos de la madrugada cuando María sintió los primeros síntomas del dolor. Apenas quedaban tres días para que saliera de cuentas cuando aparecieron aquellas primeras contracciones. Yo ya sabía cómo debía actuar. Ella había insistido repetidas veces que deseaba parir dentro del agua, así que me apresuré a prepararlo todo en el baño mientras ella esperaba en el dormitorio. Después, la ayudé a levantarse y la conduje hasta la bañera. El agua estaba templada, ni demasiado fría ni demasiado caliente. María se despojó del camisón y se metió dentro. Recuerdo su cara de temor y de alegría a la vez. Recuerdo también que mis sentimientos no eran los que había imaginado durante los nueve meses anteriores. De repente, la idea del abandono de María para dedicarse en exclusiva a nuestro hijo empezó a asolarme. Sentí celos de la ilusión con la que ella esperaba la llegada de aquella nueva vida y me vi en el futuro totalmente solo en mis momentos de flaqueza y decaimiento, sin nadie a mi lado para darme fuerzas y consuelo.

A sus gritos y empujones les siguió el profundo alarido de un hermoso niño. La intensidad del esfuerzo hizo que María se desmayara en aquel preciso momento. Después, todo sucedió muy rápido. Sumergí al pequeño bajo el agua hasta que el aire de sus diminutos pulmones se agotó por siempre. Cuando ella despertó, vio al bebé sobre su cuerpo desnudo, ya sin vida, y comenzó a llorar desesperada. Le expliqué que el niño había nacido muerto y que no pude hacer nada para remediarlo. María me creyó sin dudar y se sumió en una honda tristeza durante un año entero. No obstante, poco a poco fue recobrando el ánimo y volvió a ser la misma que siempre me sostenía y que todavía hoy lo sigue haciendo.

Pese a que trato de evitarlo, a veces viene a mi cabeza el grito del pequeño y el peso de su cuerpo. Sin embargo, creo que María ha sido feliz conmigo a lo largo de nuestra vida y nunca hemos necesitado nada más para sentirnos bien. Pensar eso es lo único que me importa y me tranquiliza de verdad.

A la espera de tu carta de confirmación, aquí va un fuerte abrazo de tu siempre amigo, Antonio.

Carmen Moral
Alumna del curso virtual de Introducción a la Narrativa

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