Galería de creadores: El espejo
EL ESPEJO
Alex Morillas
Alumno del curso de Narrativa 1 (introducción)
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Hace ya casi dos años que padezco de un severo síndrome de espejo-fobia. Tengo como todos los espejo-fóbicos un miedo patológico a los espejos. Yo sufro la vertiente más sanitaria de la enfermedad porque me aterran particularmente aquellos que están colgados de las paredes de los lavabos, con su intrínseca amenaza permanente de caerse, y posteriormente, romperse. No temo como otros al cruel testigo del paso del tiempo que hay agazapado en cada uno. Tampoco mi miedo se originó por una decepción con la imagen que me devolvían. Fue motivado más por un dolor físico que he conseguido aliviar en parte gracias a los laxantes y al pan integral.
Todo empezó la mañana de aquel sábado, el quinto desde que ella me dejó. La primera semana me pareció que su ausencia solo podía ser transitoria. En la segunda me pareció que era increíble y ya en la tercera se hizo dolorosa. A partir de la cuarta semana además de increíble y dolorosa su ausencia se volvió masoquista y comenzó a golpearme con todos los recuerdos que tenía a mano, que eran muchos y contundentes. No podía despistarme ni un solo segundo porque lo aprovechaba para arrearme con cualquier objeto de apariencia inocente; así me golpeó repetidamente con el DVD de la última película que vimos juntos, me pilló los dedos de las manos decenas de veces con los cajones que guardaban su ropa y me abrasó las plantas de los pies cada vez que caminaba descalzo por la cocina y pisaba las migas incandescentes que quedaron sin barrer después su último desayuno.
Ese sábado número cinco decidí ducharme por la mañana. Estaba yo dejando que el agua resbalara de la cabeza a los pies por el tobogán de mi cuerpo cuando advertí la presencia de esa substancia informe en el agujero del desagüe. Me agaché, metí el dedo pulgar e índice y tiré hasta llevarla a la altura de mis ojos. Y lo vi claro. Goteando y colgado de mis dedos tenía un nido hecho con cabellos de su hermoso pelo negro. No me dio tiempo a protegerme, su ausencia aprovechó esta vez para intentar ahorcarme con esa cuerda de pelos de la barra de la cortina. Después del forcejeo y de deshacer el nudo de mi garganta, salí de la ducha con el nido en la mano con la intención de tirarlo por el retrete, pero no pude llegar. Al pasar por delante del espejo del lavabo la vi, y entendí que nunca más me podría reflejar en él, que a partir de ahora cada vez que me mirara en él la vería peinándose desnuda.
Fue entonces cuando una repentina furia alimentada por la desesperación se apoderó de mí. Arranqué de cuajo el espejo de la pared y lo estrellé con rabia contra el suelo. Disfruté con el estruendo del choque, pero al ver el resultado final me sentí decepcionado. No había saltado en pedazos como esperaba, solo se había resquebrajado. Así que poseído aún por esa rabia alcancé la jabonera de acero inoxidable y me dediqué a machacar con intenso placer los restos del espejo hasta triturarlo en miles de trozos. Me sentí aliviado.
Con la intención de recrearme más en mi obra tomé en mi mano uno de los trozos y me lo acerqué. – ¡Ostia puta! – exclamé. Lo que puede ver me produjo un escalofrío tan intenso que me dejó petrificado. En ese minúsculo trozo de espejo se podía ver la escena del primer recuerdo que tenía de ella, aquellos pocos segundos que necesitó para entrar por la puerta y sentarse en aquel sofá. Tomé en mis manos otro de los trozos y puede ver claramente el primer día que fui con ella al cine, tal como lo recuerdo. En otro trozo estaba su mano dejándose acariciar por primera vez. Y en el trozo más grande y cortante el mismo instante en el que me dijo adiós y me negó sus ojos para siempre.
Supe que no podía hacer otra cosa. Que la única forma de evitar el dolor permanente de esos recuerdos era digiriéndolos. Y eso hice. Empecé por el trozo que tenía en la mano. Me lo llevé a la boca apreté las muelas e intenté masticarlo pero como era demasiado duro, haciendo más saliva, me lo tragué. Sentí un desgarro bajando lento por mi esófago y puedo confesar que se me escapó alguna lagrimilla.
No cometí el suicidio de comerme todo el espejo en un solo día. Me propuse la rutina de tragarme dos trozos en el desayuno, otros dos en la comida y dos más en la cena. Calculé que de esta manera me harían falta unos 4 años para comerme los 8756 trozos del espejo.
Gracias a los consejos de la farmacéutica de mi barrio he aliviado bastante mis graves problemas de estreñimiento. Me vendió un buen laxante y me recomendó que introdujera en mi dieta el pan integral por su alto contenido en fibra. Y la verdad es que funciona. Cada vez que voy a visitarla y hablo con ella noto que mejora mi tránsito intestinal.
EL ESPEJO
Alex Morillas
Alumno del curso de Narrativa 1 (introducción)