Galeria de creadors: Cortesía de los sentidos

Existe en nosotros algo extraño. Como si se tratara de un mecanismo en parte biológico y en parte metafísico. Es casi inexplicable en términos vulgares y mucho menos a través de falsos cientificismos. Se diría que existen diminutos cristales incrustados en el córtex cerebral teñidos de los colores más hermosos. Relucen y emiten destellos irisados que iluminan, débilmente y por unos breves instantes, recuerdos naufragados en mares de recuerdos, encallados en las rocas, allí, entre el lóbulo temporal y el occipital. No en vano, es el cerebro —esta planta colectora de percepciones― el que manipula la información de los sentidos para llevar a cabo esta tarea enrevesada.

Se ha presentado la ocasión ideal para el experimento aunque, esta vez, el método científico tendrá que ser substituido por tres o cuatro perífrasis suyas para no ofender el colectivo de las doctas ciencias. Con la mano derecha extendida y los ojos vendados, sujeto tres golosinas, son probablemente de Haribo, pero eso es irrelevante. Cuando cojo una para, delicadamente, colocarla sobre mi lengua, todos los mecanismos se activan.

Es un caramelo de gelatina, un osito azucarado, es verde, no, no, es uno de los rojos, estoy seguro. Empiezo a masticarlo y noto como el azúcar invade mi boca. Los granos chocan contra la lengua y luego son empujados con fuerza hacia el paladar, para acabar en los laterales de mi mandíbula que no para de masticar. Hay algunos que se arremolinan en esa muela que acaso me tengan que quitar algún día, pero aún no, por eso me da igual.

Sigo masticando y, por mientras, me complazco a mi mismo pensando en que bien empleada había sido esa moneda —por otro lado, injustificadamente agujereada― que me había dado mi padre justo antes de dejarme a las puertas del colegio. ¡Y tanto que eso era bueno! Una bolsa entera, tenía, que colgaba de mi mano izquierda.

Cuando agarro la segunda golosina, Marta me asalta en ese momento privado de éxtasis extremadamente edulcorado y me exige que intercambie mi cromo más preciado por dos ridículas cartas de olor que no me interesan ni lo más mínimo, en lo que se presenta como un ejemplo magistral —pero prematuro― de lo que precisamente no es comercio justo. ¿Acaso tengo yo cara de estúpido? Pero eso no importa, porque lo que yo en verdad quiero es jugar al Conejo de la Suerte con ella. Tal vez Marta se preste también…

Justo cuando tomo la tercera golosina de la bolsa de plástico llega David. Lástima que a él solo le interese el futbol, porque estoy seguro de que podría conseguir que me cambiara alguno de sus cromos repes con relativa facilidad. Su hermano es de los grandes, creo que va a quinto de primaria. No sé cómo se llama, pero siempre veo cómo se pasea por el patio buscando bulla. No me cae bien. Espero que la presencia de su hermano no lo atraiga hacia aquí y me quite mis ositos Haribo. Pero ya da lo mismo, porque me he acabado la corazón de chuche, y porque ese extraño patio ha acabado con él.

Si hubiera abierto los ojos justo en ese momento, habría visto como alguien abocaba unos polvos que se intuían blancos porque, al fin y al cabo, todos lo son: la harina, el azúcar, la sal, la coca o los gelocatiles triturados con los que desorientábamos a nuestros profesores de ESO, fingiendo que eran algo aún más rico…

Pero esto no. Era más suave, más sedoso, si se quiere. Si evitabas alzarlo demasiado y que se te escurriera por entre los dedos, podrías jurar que se trataba de una tela. El tacto era verdaderamente agradable, debía ser casi como tocar la manta de seguridad de Linus, o como me imagino que la sentiría él al tocarla: es una de esas cosas que nunca sabré, porque son imposibles. Como por ejemplo conocer el olor de Laure Richis, descubrir el sabor de las tabletas Wonka o el aspecto de Marta ahora.

Por suerte, si se andaba despistando, cada sentido hablaba de uno mismo y se moría de risa al ver cómo de cada punto surgía una historia y de cada línea una mueca. Como la que devolvió mi cara al oler esa substancia desconocida, que no lo debía ser tanto, pues inmediatamente me habitué a su aroma violento y desaparecieron las arrugas de mi cara, justo en ese instante en que la habitud había hecho de ese perfume algo casi imperceptible. Como todo en esta vida.

Arnau Cuesta
Alumno del curso de No Ficción

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