Galería de creadores: Viajar con un extraño
Aquella mañana, al despertar, una reconfortante sensación de satisfacción por el camino andado hasta entonces, se apoderó de mí. El día anterior, a media tarde, había llegado de vuelta de Gilgit, Pakistán.
Habían sido unos diez días en los que había vagando entre glaciares, en constante lucha con la pesada mochila durante largas marchas, y padeciendo frío y el llamado mal de altura. Como recompensa, a su vez, pude gozar de algunos de los más bellos paisajes que jamás hubiera imaginado.
Me tomé mi tiempo para ducharme, asearme y, tras días sin poder disfrutar de ello, vestirme con ropa limpia. Dejé mi habitación y me dirigí hacia el comedor. Como era de esperar, allí se encontraba ya Mr. Yaqoob, el propietario del hostal. Parecía dar lo mismo la hora a la que uno se dejara caer por allí. Lo encontrabas siempre, enfundado en sus gastados jeans y con una taza de té en la mano, tratando de templar cualquiera que fuera la preocupación de alguno de sus huéspedes, regalando prácticos consejos a quien quisiera escucharle, o simplemente interesándose, como era el caso aquella mañana, por el transcurso de mis días como alpinista aficionado entre colosos del Himalaya. Aquel trato cordial y cálido por parte de Yaqoob, obraba en mí un estimulante efecto alentador cada vez que me cruzaba con él.
Pero aquella mañana, alguien más había llamado mi atención desde el mismo instante en que me senté a disfrutar del desayuno. Se trataba de un chico joven. Unos treinta años, calculé. De complexión ancha y fuerte, aunque no excesivamente alto. Sentado en el extremo de la mesa opuesto al mío, escuchaba con gesto indiferente las conversaciones que sostenían algunos de los ahí reunidos, básicamente acerca de cómo conseguir tal o cual visado o de cómo llegar a cierto pueblo remoto. De tupida y descuida barba negra, vestía una holgada camisa de tono azulado que parecía contar con más bolsillos que botones. Y negro, también muy negro era a su vez aquel sombrero que, innegablemente, le confería a su semblante un aire cuanto menos curioso.
Un sombrero de fieltro y ala ancha que, junto con su generosa barba, me remitía a la imagen que caracteriza a los denominados judíos ortodoxos. A mi modo entender, un aspecto quizás atrevido para pasearse despreocupadamente por un país inequívocamente conservador en lo que a su relación con el Islam se refiere.
De todos modos, probablemente mi interés en aquel joven no hubiera ido mucho más allá, si antes de terminar mi desayuno no se hubiera animado a participar, aunque de modo escueto, en una de aquellas conversaciones. Aunque la plática se desarrollaba en inglés, estaba convencido de que se trataba de un hispanohablante.
Se llamaba Miguel Ángel y tenía 32 años. Y para mi enorme sorpresa resultó ser de Barcelona. Me comentó que aquella no era la primera vez que visitaba Pakistán y que tenía intención de partir hacia el norteño valle de Hunza aquel mismo mediodía. Y dado que tal destino se encontraba en mi lista de posibles visitas, decidí unirme a él.
De este modo me encontré, unas tres horas después, a bordo de otro desvencijado autocar cuyo motor rugía agonizante. La carretera discurría paralela al río Indo durante los primeros kilómetros, para luego desviarse y remontar uno de sus numerosos afluentes, el Hunza.
Llegamos a Karimabad, localidad más poblada del valle, cuando el crepúsculo empezaba a amenazar con dificultarnos la búsqueda de alojamiento. Así que Miguel Ángel resolvió que lo mejor sería hospedarse en una vieja pensión, modesta pero limpia, que ya conocía de una visita anterior.
Durante cinco años, Miguel Ángel había viajado por Asia. Durante este tiempo había vivido entre China y Japón, trabajando como profesor de español. Ahora se dirigía de nuevo a Shangai, desde donde antes de navidad pensaba volar de vuelta a Barcelona, tal y como había prometido a su familia.
Miguel Ángel, por algún motivo que desconocía, se pasaba la mayor parte del tiempo echado en la cama, o deambulando, siempre cerca de la pequeña habitación que compartíamos para reducir gastos. Algo parecido sucedía también por las noches cuando, tras la cena, muchos de los viajeros que allí nos encontrábamos, reconfortados por el humeante té negro con cardamomo que el propietario del hostal amablemente nos ofrecía, narrábamos bajo las estrellas experiencias en países de los que apenas había oído hablar y las más insólitas aventuras. Él, por su parte, incluso antes de habernos entregado a alguna de aquellas charlas, prefería retirarse a la habitación.
Sin embargo, cuando al día siguiente me comentó su intención de proseguir la marcha, decidí restarle importancia a aquella solitaria conducta, y decidí acompañarlo hasta Passu, pequeña población ubicada a los pies un gigantesco glaciar homónimo, y que dista ya pocos kilómetros de la frontera con China.
Sin demasiados problemas, encontramos un agradable hostal situado a un par de kilómetros del centro del pueblo. Tras haber dejado mis bártulos en la habitación, y mientras esperaba a que Miguel Ángel hiciera lo propio con los suyos para salir a dar un paseo, un hombre de rasgos oscuros y espeso bigote negro se acercó a mi en el porche del hostal. Se presentó como Wazir, me contó que trabajaba como periodista cubriendo la guerra en Afganistán para un rotativo japonés. Poco más conversamos, ya que al instante apareció mi compañero con, como de costumbre, pocas ganas de charlar con algún nuevo desconocido.
Mientras recorríamos el pueblo, soltó una perorata que destilaba un amargo hastío: consideraba a la gente de aquellos lugares poco capacitada, faltas de educación e incapaces de sacar a su país del lodazal en el que, en su opinión, se encontraba varado. Aunque parcialmente sorprendido, ya que no había requerido de un olfato muy agudo para percibir cierta animadversión durante los días previos, decidí no seguir inquiriendo sobre el tema. Sin embargo, de ningún modo hubiera podido prever los acontecimientos que acabarían teniendo lugar aquella noche.
Había ya oscurecido cuando me senté ante una de las minúsculas mesas del comedor del hostal. Miguel Ángel había entrado en la ducha escasos minutos antes, así que decidí empezar con la cena en solitario, cuando apareció Wazir, acompañado esta vez, de un chico y una chica. Ambos eran rubios de ojos claros, delgados y de considerable estatura. Pocos minutos más tarde, Miguel Ángel entró en la sala. De inmediato, Wazir trató de introducir al nuevo acompañante en la conversación, pero sus intentos no obtuvieron recompensa alguna. Intenté restarle importancia y traté con mi actitud de que ellos hicieran lo mismo, pero Wazir no pareció captar el mensaje. A sus siguientes comentarios y preguntas respondió adustamente Miguel Ángel, que cada vez parecía más soliviantado por tales injerencias. Y de repente, estalló. Si bien es cierto que, tal y como se estaban desarrollan los hechos, el periodista pakistaní se podría haber ahorrado el comentario, la reacción fue desmesurada. Wazir, tratando de romper el hielo por enésima vez, apuntó con cierta socarronería que los rasgos de su rostro no le parecían propiamente españoles.
Aquella broma que, personalmente parecía haberle arañado en lo más profundo del alma. Iracundamente le espetó que quién era él para atreverse a hacer tal comentario. Wazir, desconcertado, trató de calmarlo. Miguel Ángel, con la razón nublada por la cólera, se levantó, agarró el cuchillo de la mesa, y se acercó amenazante hacía el periodista. El chico y la chica que compartían mesa con éste último, estupefactos, se echaron hacía atrás apartando las sillas. Me levanté, y sin ser muy consciente del riesgo, me interpuse entre ellos. Traté de hacer entrar en razón a Miguel Ángel, a la vez que persuadía a Wazir de no hacer otro comentario. Y tras unos breves y tensos instantes, en los no dejó de proferir insultos, dejó el cuchillo de nuevo en la mesa y apresuradamente se encaminó hacia la habitación mientras me acusaba de hipócrita y haber traicionado su amistad.
Ya tranquilizados, departí unos minutos sobre lo sucedido con los chicos y Wazir, con el que traté de disculparme, asumiendo así una extraña responsabilidad. Él, por su parte, se ofreció a alojarme aquella noche, considerando que podía sentirme temeroso de compartir espacio con mi exaltado compañero.
Amablemente decliné el ofrecimiento y me dirigí a mi habitación. Una vez allí, a oscuras, traté en de exponer a Miguel Ángel mi opinión sobre lo sucedido. Fue en vano, ya que éste no respondió a ninguna de mis palabras. Nunca más volví a hablar con él.
Al día siguiente, al despertar, Miguel Ángel seguía tumbado en la cama. Sin saber si dormía o no, me vestí silenciosamente y salí a dar un paseo. Confiaba en que el aire gélido de aquella mañana de septiembre me ayudara a poner en orden mis ideas. Y mientras esperaba a que el Sol terminara de salir de entre las blancas montañas para entrar un poco en calor, resolví volver y comunicarle mi intención de dirigirme hacia un pueblo cercano en el valley así retomar mi camino en solitario.
Al llegar de vuelta al hostal, el encargado me dijo que el chico del extraño sombrero negro había abandonado la habitación y partido hacía la frontera. Wazir y los espigados chicos rubios también se habían marchado, pero hacia el sur, unos minutos más tarde. Le comenté que yo también marcharía aquella mañana, pero sin tantas prisas.
Sergi Ayora
Alumno del Curso de No Ficción