El azul del cielo, Georges Bataille

Si en el ejercicio literario cada autor traza su propio camino pocos habrán emprendido un sendero más abrupto que Georges Bataille (Clermont-Ferrand, 1897- París, 1962), trasgresor mórbido, hábil merodeador de los más profundos abismos, discípulo incondicional de Sade, de Blake, del turbio Isidore Ducasse, conde de Lautréamont, será Bataille la voz más provocadora de una generación que quedó enquistada entre existencialismo y surrealismo.

Porque a principios de los treinta huía Bataille de la refriega surrealista, le había decepcionado la teatralidad vacua de los dogmas de Breton y empezaba ahondar en su personal lenguaje. A partir de la publicación de El azul del cielo (1935) sublima el tono de su alarido, hará anidar su prosa sobre las gónadas del horror, del asco, de la crueldad y el erotismo más explícito. Sobre estas claves cimentará sus novelas y ensayos, se nutre de una filosofía cercana a la de Nietzche –desarrollaría más tarde varios ensayos sobre él- aunque matizada por la idea surrealista de la energía como motor de la actividad humana y una fe personal en que las experiencias límite servían como fuente reveladora.

Sobre la novela El azul del cielo Bataille comentó que la había “escrito en la violencia de una prueba sofocante, imposible” y así resulta la lectura de la novela, un tiento de locura, un paseo con la vista puesta en el abismo de perdición que parece acompañar a su protagonista, Henri Troppman, un duro mesías del exceso al que seguimos en su peregrinar por burdeles y hoteles de media Europa. La narración se nos presenta en cada escenario como un reto constante, nos enfrentarnos a pruebas al igual que Troppman, las aberraciones del protagonista encanallan la novela y la lectura desde su inicio (en los primeros capítulos hay dos episodios abrasivos en el velatorio de la madre de Troppman y en plena borrachera junto a Dirty, una de las tres musas de la novela) y la línea narrativa sufre continuamente los embates de elementos excesivos, cacofonías casi folklóricas que embrutecen y soliviantan la narración en vías de la mística que preconiza Bataille.

Se diría que el autor a golpe de excesos intenta teorizar, colocarnos frente a metáforas de vida a través de sus experiencias límites, mostrarnos a través del asco, el deterioro y la enfermedad que parece devorar a todos sus protagonistas, los límites y la verdad de la condición humana.

Pero no será aquí cuando más luce su filosofía; ganará Bataille cuando relaja el ambiente sofocante de los primeros capítulos, se hace más escritor cuando afloja el peso de la provocación y lo hace flotar en el flujo narrativo, se nos hace más creíble entonces su filosofía, tienen sus “boutades” fétidas más peso, nace belleza entre las pajas del estiércol, como la escena en que hace el amor Troppman con Dirty en medio de un cementerio iluminado, un cementerio que será un cielo, el mismo que parece obsesionar al autor en Barcelona, en Londres y Viena, casi siempre como contrapunto a sus embotados disquisiciones alcohólicas.

Hay premoniciones y certidumbres más tarde. Predicciones cuando el protagonista escenifica en uno de sus sueños etílicos la deshumanización del régimen comunista es un edificio en ruinas a punto de estallar. Tiene una actitud confusa su protagonista, alienta la insurrección anarquista pero no quiere participar de ella, practica un voyeurismo revolucionario. También alguna crítica ha destacado que el recorrido de la novela -Londres, Viena, París, Tréveris- no es sino un recorrido a la inversa del trayecto vital de Karl Marx, que nació en la pequeña ciudad alemana, vivió en las otras dos capitales y acabó muriendo en Londres.

Hasta entonces premoniciones pero ha de acabar la novela con una certidumbre dramática. Estamos en octubre del treinta y cinco y Troppman, acompañado por Dirty, visita la ciudad natal de ésta, Tréveris. Ella ya en el tren le pregunta sobre la guerra que se adivina mirando unos campos yermos. Estremecen al protagonista-autor sus visiones de cementerios, de niños uniformados cantando en el interior de estaciones y unos ojos, unas pupilas de porcelana azul, en la mirada fría y metálica de un oficial de las S.A parece coagularse todo un universo fanático, descerebrado, todo el espanto que tendría que venir más tarde.

//Fernando Clemot es profesor del curso de Narrativa Avanzado del Laboratorio de Escritura.

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